sábado, 4 de enero de 2014

VI El asesino



La semana siguiente fue un martirio para todos los chicos de la Academia Liber Ride. Además de tener que asistir al velorio de Semyon y de hacer sacrificio de ayuno, el lunes en cuanto amaneció los profesores los sometieron bajo arduos exámenes que podían continuar hora tras hora, sin derecho a un leve receso. Charles comprendió que Swenth tenía razón cuando le aseguró que ni estudiando toda la pila de pergaminos que tenía sobre su escritorio pasaría el examen del doctor Phillip. Éste había sido de cuarenta y cinco páginas y como fue descubriendo a medida que lo contestaba, cada pregunta tenía trampa para ser respondida de manera incorrecta. El tiempo se le agotó a la cuarta hora y con algo similar a un torzón en el estómago se enteró que ni siquiera iba a la mitad de la prueba. 
Cuando no tenían examen, la pasaban haciendo los deberes académicos, y Charles por su parte tenía que aprovechar cualquier espacio libre para cumplir con el castigo impuesto por Stanislav.
La tarde del sábado terminó con las manos destrozadas. Era el cuarto día del castigo y ya le resultaba imposible concluir con la tarea sin morir antes. Aun le faltaba el ala este del edificio y todo el jardín. Había pasado esa tarde completa arrancando la hiedra que crecía sobre la azotea y la pared de la habitación principal, la del director, bajo un sol similar a la lumbre de una fogata y tenía la cara tan roja y tostada que le dolía hasta bostezar.

—¿Que cortes la enredadera?¡Vaya castigo!—dijo Swenth con asombro, por enésima vez, en cuanto lo oyó entrar por la puerta, sin apartar los ojos del libro —Es que no puedo creerlo.
Llevaba repitiéndolo tantas veces en los últimos días, que Charles había dejado de prestarle atención. Estaba enfrascado en una muda batalla contra dos arañas rojas que se empeñaban en metérsele bajo la casaca. Tenía piquetes por todo el cuerpo.
—¡Definitivamente esto es indescifrable! —lanzó Swenth, dedicándole la mirada a Charles por primera vez. —¡Hombre! ¡Estás hecho un arándano asado! 
—¡Ha sido una tortura! Nunca creí que llegaría odiar tanto a una planta. Pareciera que en vez de podarla la regará. Juro que cada vez crece más. —Dijo echándose al sillón. —Al parecer no has aventajado mucho. —dijo mirando la pila de libros. —¿Quieres que te ayude? —agregó  sin mucho ánimo.

Swenth se talló los ojos. Y dejó un pesado libro sobre el piso.
—Realmente no he averiguado nada, en lugar de esclarecer algo estoy más enredado. Al principio creí que era carelio, después vepsio o ludiano, pero ahora no sé si es una lengua del norte, e  incluso podría tratarse de un idioma oriental.

El miércoles por la noche después de empezar con su castigo, Charles había pillado a Swenth hojeando el libro. —¡No podrás creértelo! —Dijo a Charles en cuanto se supo descubierto mientras cerraba el libro de golpe —¡No le hayo explicación!

Swenth le extendió el pesado volumen. Charles se acercó confundido.
—Creí que te habías deshecho de él.
—¡Lo oculté en la maceta, juzgué que allí estaría mejor, por si… es muy bonito—Se explicó Swenth atropelladamente. 


Charles le sacudió el lodo que lo ensuciaba, y lo observó con especial respeto. Las pastas color marfil, despedían un brillo artificial. Como si le hubieran colocado cristales diminutos que destellaban de vez en cuando.
Charles abrió el libro y comenzó a hojearlo. Era muy antiguo, las paginas las tenía rígidas y desgastadas, tan frágiles como las alas de un insecto, que convenía voltearlas con delicadeza.
—¡Está en blanco! —señaló Charles. —¡Sólo la primera hoja dice algo…—frunció el entrecejo. —pero en otro idioma.
Swenth se asomó a la primera hoja. Había una gran mano dibujada, con manchas pardas en cada uno de los dedos, unas más oscuras que otras. Varias letras la circulaban en una caligrafía elaborada. — ¡Qué extraño! No entiendo qué era lo que buscaba él en este libro —dijo  Swenth apenas consciente de que hablaba al tiempo que se retorcía los dedos, con una mezcla de decepción y dolor dibujada en el rostro. A Charles aquello le pareció muy intrigante. —Lo dices como si esperaras encontrar algo muy especial en él.
Swenth palideció. —No—declaró con voz extraña. —Sencillamente encuentro increíble que lo hayan matado por un libro en blanco. 
—Entonces lo que dice debe ser muy importante—Concluyó Charles. —por muy pequeño que sea el texto.
—Tienes razón—coincidió Swenth extraviado. —¡Charles! —agregó implorante. —Deberíamos conservarlo hasta que descubramos qué es lo que dice. ¿No crees? Sin duda revelara algo. Sería más fácil dar con el asesino.

Charles comprendió que si su amigo consideraba importante descifrar lo que había escrito en él, no había por qué oponerse. No le agradaba la idea de conservarlo, estaba seguro que si alguien los descubría se meterían en un gran lío. Pero por otra parte se alegró del entusiasmo repentino de Swenth por cooperar en atrapar al asesino. En los últimos días le veía muy pocas ganas de ayudarlo. Él se había enfocado a buscar alguien que calzara botas como las que vestía el asesino. Y cuando le comunicó a Swenth que un chico del tercer grado tenía unas muy parecidas, su amigo se mostró particularmente apático. — ¿Te has puesto has pensar cuántos chicos pueden tener unas iguales?  Además Atanasio es particularmente tonto. Ni siquiera creo que mate a las moscas que se le paran en la cabeza.

Charles razonó. Atanasio parecía uno de esos chicos incapaces de hacer daño. Pero él daría con las botas, las recordaba como un retrato en su cabeza. Incluso podía olerlas.    

Aquella noche. Swenth estuvo hasta muy tarde investigando el idioma en que estaba escrito el texto. Charles intentó ayudarle un buen rato, aunque secretamente creía estar perdiendo el tiempo. Aquella parecía ser una lengua extinta y tan antigua que no era documentada por ningún libro. N Los ojos comenzaron por escocerle, después se cerraban contra su voluntad y por último dio cabezazos. Swenth no se lo tomó a mal cuando Charles se dio por vencido y se fue a la cama. —¡Vale, te mereces dormir! Sería un cretino si te exigiera que me ayudaras viendo tu deplorable estado.

No fue necesario que Charles se metiera en las cobijas. Cayó como un costal de papas en la cama. Y empezó a roncar como una locomotora.
 Swenth continuó trabajando. Las horas avanzaron y la pila de libros consultados también. Afuera, se oyó un triste silbido. Al principio era muy agudo para después interrumpirse y formar un sonido melodioso.
Charles se revolvió en su cama. De repente Swenth lo sacudió rudamente. —¡Arriba Charles! ¡De prisa!
Charles se despertó asustado. Y se alarmó al encontrar todo oscuro.                —¡Has apagado las luces! ¿Por qué?
—¡Silencio¡ —Chisteó Swenth.
Charles no lo veía. Únicamente distinguía su silueta delgada alzarse sobre su costado. — ¡Ellos están aquí! ¡Ellos lo mataron a él! —chilló.
Charles se incorporó con dificultad. Una fría corriente de aire entró por la ventana arrastrando un lastimero silbido. Como si alguien tarareara desde el bosque. —¿Quiénes son ellos? —soltó Charles. —¿A quién mataron?
—Ellos están aquí. Ellos lo mataron a él.
Charles no entendió nada, pero estaba seguro que algo muy peligroso los acechaba. El corazón le golpeó el pecho con un brío sorprendente. No podía respirar. —¿Quieres decir a Semyon? ¿Has averiguado quién lo mató?
—¡Silencio! —Swenth se movió en dirección al escritorio, y tomó el libro. —Ellos están aquí.
El sonido de unos pasos le llegó desde fuera. Eran las botas del asesino. Lo sabía por aquel peculiar sonido que producían al desplazarse por el piso. Puff. Taff. Taff. Puff.
Swenth se acercó a Charles con relativa calma y le entregó el libro.
—¿Lo has oído? —le preguntó Charles. — ¿Aquellos pasos?
Swenth no contestó.  Se mantuvo erguido y tan alto, como una torre, al lado de su cama. —Has hablado de que mataron a alguien. ¿A quién?

Swenth volvió al escritorio, sin responder nada. Afuera el silbido melodioso se intensificó. — ¿Qué es eso? —Chilló  Charles más nervioso que nunca. Swenth tomó algo del escritorio y regresó a la cama. — ¡Devuélveme el libro! —Charles hasta entonces cayó en que sostenía al libro con una tal fuerza, que se estaba haciendo daño con las uñas.
—¡Devuélveme el libro! —exigió Swenth acercándose. Puff. Taff. Taff. Puff. Charles dio un alarido. Aquella voz no era de Swenth. Aquél no era Swenth. Charles se esforzó por verlo. Era alto y vestido de negro, apenas lo distinguía entre la oscuridad. —¡Devuélveme el libro, o él morirá también!
Charles se negó. Apretó el libro con todas sus fuerzas. El asesino se inclinó sobre él. Charles no pudo verle el rostro. Oyó el desfundar de una espada, luego un frío metálico le atravesó el cuello. Charles abrió los ojos.


La luna asomaba resplandeciente por la ventana.
Arriba el techo de piedra permanecía estático y sobrio como siempre. Una ráfaga de viento le caló hasta los huesos. Charles se limpió el sudor que le resbalaba por la frente, y vio que unas líneas de sangre surcaban las palmas de sus manos. A lado suyo, en su cama, Swenth dormía con un montón de libros encima. Había tenido una pesadilla muy vivida.

Permaneció en su lugar disfrutando una paz reconfortante. La oscuridad le pareció más amigable que los minutos anteriores.

El silbido melodioso entró por la ventana. El aire lo hizo también. Puff. Taff. Taff. Puff.
El corazón se le encogió mientras un  escalofrío le subía por la espina dorsal. ¡Aquello era real!

Charles dio un brinco olímpico hasta llegar a la ventana, y asomó la cabeza estirando su cuello a toda su capacidad. Aquello provenía del bosque. El silbido fue sofocado por el viento. Todo parecía estar en calma. Las copas de los pinos se mecían con afligidos susurros. Y las montañas  a lo lejos se desvanecían con la negrura de la noche. El patio estaba vacío, las bancas vacías, y todo en calma. Charles quiso volver, pero algo lo detuvo. Había visto una tela ondear en el aire. Un cuerpo se movía detrás de unos arbustos. Charles esforzó la vista. Un trozo de tela fue sacudido por el aire nuevamente. Y entonces lo vio; un chico de botas, casaca y capa negra emergió detrás de un árbol, dirigiéndose presuroso hacia los límites del jardín. Volteaba a un lado, luego al otro. Y como si alguien se lo advirtiera miró hacia la ventana de Charles. Tenía el rostro pálido, y una revuelta melena plateada. Charles sintió un peso aplastante en el pecho. Le miró los ojos, y el otro hizo lo mismo. Azules, eran azules como, pensó Charles, como los de un lobo siberiano.

—Lo he visto—dijo Charles al siguiente día. —Y él a mí. De eso estoy seguro. ¿Te imaginas? Es alguien de nuestra edad.
Le había contado a Swenth el sueño varias veces, por petición suya.
—Y te ha pedido el libro.
—En mi sueño lo hizo.
—Y además te ha dicho que mataría a alguien sino se lo entregabas.
—Ajá. En el sueño. Porque despierto sólo lo vi esconderse.
—Pero el sueño viste cosas que ocurrían realmente, como el silbido y los pasos. La ventana, puedo jurar que la deje cerrada.—dijo Swenth preocupado.
—¿Insinúas que el asesino entró realmente a la habitación? Lo he estado pensando y creo que es Pavel.
Swenth lo miro ceñudo. —¿Pavel?
—¿Por qué nunca llega a dormir? —dijo Charles. 
 —Los sueños deben tomarse en serio. —apuntó Swenth, sin responder la pregunta — De hecho son mucho más valiosos que lo que pensamos o vemos de manera consciente, cuando hay varios distractores.  El asesino quiere el libro.
— ¿A quién le importaría quitárnoslo? No hay nadie que sepa que lo tenemos. —dijo Charles mientras estudiaba el rostro de su amigo; estaba blanco como la leche, sus ojos cafés tenían un brillo cansado.
—Charles, te equivocas, aquella noche había alguien más que nosotros cuatro en la biblioteca, quizá él sepa que lo tenemos o incluso el mismo asesino pudo vernos cuando escapábamos. —Charles recordó que algo se había roto, en la recepción, cuando ellos estaban escondidos en el viejo mueble. —Hay personas que pueden manipular los sueños de los demás. —continuó Swenth. — Algo muy sucio y peligroso también.
Swenth lucía realmente preocupado.
—¿En verdad crees que lo que soñé sea algo así como una advertencia? ¿Crees que la amenaza de muerte sea verdad? Pero, ¿A quién matarían?
Swenth se sentó en el pasto aún humedecido por el rocío. —No es que sea muy devoto de los sueños—se defendió —pero es que Charles tengo que decírtelo; tuve el mismo sueño que tú.

—¡Charles!
Charles se quedó de piedra. Quiso decir algo, pero no le salieron las palabras.
—¡Charles! —El chico se volvió hacia atrás donde alguien le hablaba. Era Frederick. —No vengo a burlarme de que hayas fracasado en la prueba. Después de todo no esperaba que robaras la tetera, es demasiado para ti.

Swenth se puso lívido mientras se levantaba.
—Sólo vine a traerte tu lamentable M.S. —Le entregó a Charles un bonche de pergaminos. — Y tú Swenth, el doctor quiere verte, al parecer le molestan tus patas de araña.

Swenth recibió los pergaminos y su rostro paso de blanco a colorado. Charles dio un rápido vistazo a su letra. Estaba de acuerdo con el Dr. Phillip, parecían patas de araña, las “is” parecían “eles” y las “us” se cerraban como “os”. Entonces reconoció aquella letra; era inconfundible.

Frederick se dio la vuelta.
—¡Espera! —gritó Charles.
Frederick se detuvo sorprendido. —¿Quieres saber qué saqué? Un D.R. como siempre.
—No—dijo Charles soplándose el flequillo que le caía en los ojos.
—Entonces habla.
— ¿Tú me escribiste la prueba de honor?
Frederick arqueó las cejas extrañado. —Yo personalmente. Nadie más la puede escribir.
Swenth lanzó un chillido.
—¿Entonces quién escribió la otra?—Frederick movió los pies impaciente.
—¿Cuál otra?
—No importa, —dijo Charles— es que se ha colado una de tus paginas entre las mías. —Le extendió a Frederick un pergamino con caligrafía impecable.
Frederick ceñudo le arrebató el documento y se marchó a toda prisa.
Entonces Charles miró a su amigo. 
—¡Lo siento! —gimió Swenth. —Esto tiene una explicación.  —dijo mirando el suelo.
—Lo que pasa Swenth es que no quiero oírla. — dijo Charles y no sintió enojo, sino algo peor,  algo como un agujero que le perforó el estómago. Caminó unos pasos y entonces dio media vuelta.
—¡espera! —dijo Swenth cuando se percató que su amigo se marchaba.
Pero Charles ya iba muy lejos.


V Al pie de la torre



Al siguiente día la noticia se esparció como pólvora. El mundo de chicos, a base de empujones y codazos se abría camino para llegar a las ventanas y observar afuera. Todavía no era hora para que abrieran las puertas del patio y las ventanas eran su única comunicación con el mundo exterior.  Era domingo. Y a diferencia de todos los domingos los chicos estaban fuera de la cama desde muy temprano.
Charles se paró de puntillas para ver por el resquicio que quedaba entre una apolillada ventana y la pared. Asomó el ojo. Una araña de largas patas salió asustada y descendió hasta el suelo en su telaraña.
–¿Lo puedes ver? –dijo Swenth, que se había desaparecido desde la mañana, colocándose a su lado. Todavía llevaba el pijama, tenía el cabello revuelto y  sus ojos rojos delataban que habían pasado una noche en vela. 
–No veo nada relevante. Sólo está el patio, y los árboles…–respondió Charles que no tenía mejor aspecto. Sentía una extraña opresión en el estómago.
Swenth se dejó caer en una butaca, con aire enfermo. –Están viendo la torre.
–¿La torre? –preguntó Charles, dirigiendo su pupila hacia arriba. –¿Qué tiene de especial la torre?
Swenth iba a responder algo, pero se lo calló. Frederick se acercaba hacía ellos con una desagradable sonrisa. Detrás de él lo seguía Nikita que llevaba un bote de metal en las manos y lo mecía con cierto placer.
–Buenos días. Buenos días caballeros. –dijo con chirriadora voz.
Charles se volvió hacia él, y le fue inevitable lanzarle una mirada de despreció. –Si piensas que te voy a rogar por el manuscrito olvídalo.
Swenth se levantó y se colocó al lado de Charles. –Estamos ocupados Frederick…– dijo  avanzando unos pasos –y si venías a recordarnos que Charles no cumplió con la prueba, despreocúpate. Él sabe… cuidarse solo.
Frederick  alzó las cejas con mofa. –¡Vale! Pero tú insistes en ser su nana.
–¿Qué es lo que quieres? –intervino Charles.
–No te hagas el importante. Nosotros también tenemos prisa y mejores cosas qué hacer– alegó Frederick. – Sólo traía la basura que produjo tu tarea. – arrebató a Nikita el bote metálico y se lo entregó a Charles. –Por si te sirve de algo. Quizá hasta puedas mostrárselas a Stanislav como prueba de tu sinceridad. Espero sea bondadoso contigo. –añadió mientras se alejaba.
Charles recibió el traste. Contenía cenizas y algo parecido a vómito que se pegaba en las paredes del interior. Siguió con los ojos a los chicos, con aire pensativo y completamente inmóvil.
—¿qué es esto? —dijo Charles tomando el recipiente como si fuera un bicho repulsivo.
—Parece una tetera—respondió Swenth con voz casi inaudible. —Ese par son unos pesados, debería alguien darles su merecido.
–No te preocupes… –dijo Charles decaído –Mejor dime ¿Qué es lo que observan todos ellos?
Swenth suspiró hondo. –¡Están observando la torre!
–¿Y qué hay con ella? –comenzaba a sentir una creciente curiosidad.
–Algo muy extraño…–confesó Swenth–…después de quince años ha vuelto a funcionar, si así se le puede decir.
Charles puso los ojos en blanco. –¿y por eso tanto jaleo?
–Es que aparte de que lo hace al revés,  alguien se ha matado por componerlo.
Charles saltó de la silla. –¿Alguien se ha accidentado? ¿Eso es lo que quieres decir?
Swenth pareció incomodarse por la reacción de Charles. Se llevó las manos a la cara y se rasco la nariz. –Semyon, el bibliotecario ha aparecido hoy al pie de la torre, muerto y con todos los huesos rotos. Al menos eso  dicen todos.
Charles se quedó de piedra. No podía creer que Semyon acabara allí tendido al pie de la torre, fingieron un accidente cuando alguien lo había matado en realidad.
–¿Te das cuenta? –continuó Swenth con algo que intentó ser una risita.
 –Tenemos la oportunidad de que las cosas sigan su propio curso.
–¿Qué dices? –se escandalizó Charles. Tenemos que decirle a Stanislav. Alguien lo ha puesto allí. Eso es inaceptable.  
Varios chicos giraron la cabeza y lo miraron con curiosidad.
–Te agradecería que bajaras la voz–Dijo Swenth enfadado.
Charles se tiró a la silla.
 –No podemos dejarlo así. – chilló–Además ayer habíamos acordado en que se lo diríamos.
Swenth se encogió de hombros. –Charles lo siento, pero creo que será mejor que nos lo callemos.
–Somos dos testigos–insistió Charles. –Stanislav nos creerá. Le  explicaremos las cosas tal cual sucedieron y le entregamos el libro.
A Swenth se le encendieron las mejillas. –¿Entregarle el libro? –Charles no puedes hacerlo.
–Será la única forma en cómo nos crea.
–¿Y de qué nos sirve ganarnos su confianza, para echarnos al asesino encima? –replicó Swenth–¿Te has dado cuenta Charles? El asesino está aquí dentro. Tú mismo lo has oído. Le ha dicho a Semyon que ésta es su casa. ¿Quién más puede considerarse a sí mismo dueño de la Academia, que el propio Stanislav? Y si no fue él, fue otro profesor, o alguien más poderoso. La Academia Liber Ride es la institución más importante de todo Novgorod, recibe ingresos de la corte. El consejo escolar está formado por poderosos aristocráticos. Ivan IV, nos monitorea constantemente. ¿A quién le adjudicaran el delito? ¿Al Conde de Riazan, el profesor del Trivium? ¿A un decente noble o a dos tontos estudiantes en una escuela de chicos problemáticos y potencialmente peligrosos?
Charles fue sintiendo que reducía su estatura. Cada vez veía su alrededor más alto y amenazante.
–Pero…
 –¿Crees que el asesino lo arrastró hasta allí sólo? –Continuó Swenth– ¿No has visto cuán grande y gordo era Semyon? Alguien lo ayudó a cargarlo y otros más se hicieron de la vista gorda. No paseas a un cadáver por toda la escuela como si fuera tu escoba. 

 –No soporto andar por la vida, como si nada hubiera ocurrido– dijo Charles levantándose –Si no quieres hacerlo, no te preocupes; te omitiré.
Swenth tragó saliva preocupado y miró a su alrededor con recelo. Los chicos seguían empeñados en ver por la ventana, ya nadie parecía prestarles atención. Detuvo a Charles y se acercó a él hasta tenerlo muy cerca. –Escucha Charles –dijo mirándolo fijamente. –La biblioteca a la que fuimos ayer, es una biblioteca oculta. Se presume que ningún estudiante conoce su existencia. Si se entera que entraste allí van a torturarte hasta saber la verdad. Esos libros son de contenido prohibido.

–¿Qué?¿Biblioteca secreta? –Swenth asintió con pesar.
–¿Quién más conoce la biblioteca secreta? –preguntó Charles con tono gélido. –Además de Frederick, tú y sus amigos. Pero claro, eras el único que conocía el pasadizo secreto.
Swenth adquirió un color escarlata que se esparció hasta su cuello y el pecho. –Somos los únicos.
–¿Qué ganas con todo esto? –estalló Charles. –Explícamelo porque empiezo a desconocerte.
Swenth clavó los ojos en la alfombra. –Yo sólo intentaba ayudarte. Eso es todo.
–Sí–dijo Charles. –¿Hundiéndome en más líos?
Swenth lo miró avergonzado. –¡Oye! Jamás creí que las cosas  acabarían así. Se suponía que obtendríamos el libro y tú recibirías el manuscrito.

Charles lo contempló detenidamente. Aquello era más de lo que esperaba. No podría ir a confesar todo, que había entrado a la biblioteca prohibida y tomado el libro sin ocultar quién le había ayudado. Además saltaba a la vista que las heridas de Swenth y de Frederic no eran hechas precisamente por gente buena. ¿Y si en realidad Stanislav era el asesino? No lo conocía; pero había visto las botas y la capa, eso podría guiarlos al homicida. Tragó saliva. Quizá estaba siendo demasiado duro. Después de todo hasta Swenth se había arriesgado también.

–¡Vale! –dijo suavizando un poco la voz. –no diré nada. Pero supongo que entonces  debemos averiguar quién fue el que lo hizo. Pero antes deshacernos del libro.
Swenth lo miró vacilante. –¿Deshacernos del libro?
—Sí. No podemos conservar nada que nos relacione con el homicidio.
¡Está bien, Charles creo que es lo mejor que podemos hacer! Conozco el sitio perfecto para desaparecerlo. Yo me encargo.
Charles se alegró de arreglar las cosas con Swenth.
—Pongamos pues manos a la obra…
–Pero…– Interrumpió Swenth con voz extraña. –Debes de meterte esto en la mollera. No te fiarás de nadie. De nadie más. Ni de tu reflejo en el espejo, ni de él Charles.  Sólo tú y yo.
 El resto del día Charles la pasó muy mal.  Stanislav lo llamó justo cuando Charles se disponía a desayunar. Y cuando subió a su despacho lo encontró con el respaldo de su enorme sillón vuelto hacía al escritorio. Encima de éste había varios libros; gruesos y viejos, y un pequeño trozo de pergamino, sucio y mojado.  Al director no lo veía, sólo podía apreciar una nube de humo que se elevaba serpenteante e infinita, sobre una coronilla de cabellos revueltos y grises. 
–¡Adelante! –dijo con su voz que producía escalofríos.
–Me ha llamado, Señor. –dijo Charles sintiendo un temblor en las rodillas.
–Ya es más de medio día, y la transcripción no está en mi escritorio. –dijo el hombre sin darle la cara. –Lo que como sabes, significa que has incumplido una orden.
El hombre se calló y Charles esperó a que continuara. Pero eso no sucedió. Siguió un largo e incómodo silencio. La nube de humo jamás terminaba. El olor comenzaba a irritarle la nariz.
–¿No vas a decir nada? –habló Stanislav.
–Señor. –Titubéo Charles. – Le ruego que me disculpe. Si me da otra oportunidad…
–¿Otra oportunidad? ¿Quién habla de oportunidades, señor? –dijo Stanislav, con un tono apacible, sin embargo Charles lo sintió como el silbido de una serpiente. Se le erizó el pelo de la nuca. – Esa palabra no existe en la Academia. Debería azotarlo, en este momento, y usted me habla de oportunidades.
–Lo siento Señor, es que me lo han robado.
–¿Le robaron su manuscrito?
–Sí, Señor.
–¿Y no lo has vuelto a hacer?
–Me lo robaron ayer por la noche señor. No lo terminaría para hoy.
–¿Y no lo has intentado siquiera?
–Yo… lo iba… quiero decir.
¿Dónde estuvo anoche, señor Hopkins?
¿Anoche?
Charles se alegró de que el director no le diera la cara. Porque estaba seguro que una palidez espantosa se apoderaba de su rostro.
Contésteme con honestidad.
Por supuesto señor. dijo Charles vacilante. ¿Por qué querría saber el director dónde había estado? ¿Es que acaso sospechaba algo? Estuve en mi dormitorio. —respondió.
¿Y el señor Petrov?
En el dormitorio, también Señor.
—Entonces creo que usted extravió su mensaje ayer por la tarde. Lo encontraron en el pasillo de los dormitorios —dijo el director. —Un grave error de su parte, creo que la Legión se disgustaría por su negligente error. Sin duda sería usted un mal elemento.
Charles tragó saliva. ¡El director lo sabía todo!
—No lo entiendo señor. —tembló Charles. 
—Le pondré fáciles las cosas—dijo el director—.Tome el trozo de manuscrito que está en mi escritorio y léamelo en voz alta. 
Charles obedeció. Tomó el manuscrito húmedo de letra pulcra y estilizada.
Estimado Sr. Hopkins… comenzó Charles y en ese momento se dio cuenta de que algo muy extraño sucedía.
—¡Continué señor, no se detenga!
La Noble Legión de la Serpiente basándose en su estatuto dos, te da la honorable oportunidad de servirle y formar parte de ella, para lo cual como dicta el tercer estatuto; es de rigor pasar exitosamente la prueba de honor…—Charles volvió a leer el principio. Algo andaba mal, que él recordara el mensaje de Frederick se dirigía a él como cretino, y sin embargo allí estaba su nombre escrito.
—¡Sin pausas!
 — …es de rigor pasar exitosamente la prueba de honor,  acordada en un concilio oficial; en la que el príncipe  determinó de manera inapelable que el acto para apreciar tu valía como miembro digno de esta liga consiste en el inmediato robo de la tetera de plata…—Charles se detuvo con asombro y volvió a leerla. — ¡El inmediato robo de la tetera de plata del mismo Director Stanislav! ubicada sobre su escritorio, en la dirección principal. En caso de no lograrlo, la hermandad vetará tu nombre y no habrá posibilidad extraordinaria de volver a intentarlo.

Suyo atentísimo: El Príncipe.

El sillón del director  giró y Charles lo pudo ver por primera vez.  Casi brinca cuando encontró sus feroces, y azules ojos taladrándolo. Era un hombre joven, pero prematuramente envejecido, de alborotada melena gris. Tenía la piel lozana, pero macilenta, como un papiro. Y sus labios en una línea recta, exponían una cruda severidad. 
—¡Mi tetera ha desaparecido! —soltó Stanislav. —Extraña coincidencia. ¿Qué me dice al respecto señor Hopkins?

Charles recordó la tetara que Frederick le había dado en la mañana.
—Bueno señor…—tartamudeó. —Yo…
—Anoche le vieron cruzando el patio, hacia los dormitorios, venía usted de el ala norte,  si no me equivoco acababa salir de aquí.

Charles echó un rápido vistazo al pergamino. No entendía muy bien lo que estaba sucediendo, pero estaba claro que aquello lo había hecho Frederick. Le había tendido una trampa.
—¿Fue usted, quién realizó el robo?
Charles se movió con incomodidad. El director no hacía otra cosa que escrutarle el rostro con desagradable curiosidad.
—Sí, señor—mintió. Pero estaba seguro que era lo mejor que podía hacer, sino ¿De qué otra manera podía explicarle lo de su excursión a medianoche? —Yo la robé.
El director torció los labios. Charles tuvo la impresión de que lo hacía con decepción, como si esperase que fuera inocente. 
—Entonces quiero mi tetera devuelta— dijo Stanislav, con un tono suave como si acariciara el vacio. Charles, sin embargo, entendió que estaba furioso. Las aletas de su recta nariz, se expandieron, y a Charles le recordó una serpiente. —La tiene a salvo, quiero creer. —agregó el hombre.
—Señor la tetera está abollada.
Un espasmo sacudió la nariz del director, como si fuera a estornudar. Con el puño izquierdo dobló la pluma de águila que sostenía. —Bien señor Hopkins, no me queda otro remedio más que castigarlo. — Charles dobló los dedos en su espalda. Ya se imaginaba las cicatrices  en su torso como las de Swenth. El director se dio la vuelta, y lo dejó allí plantado.—Señor Hopkins, la hiedra del jardín crece a un ritmo sorprendente en esta época del año, hoy en la mañana he encontrado varios zarcillos colarse por la ventana de mi dormitorio. Elimine toda aquella que se trepe en las paredes. Pasé el miércoles a recoger el machete.
—¿Algo más señor?
—Es todo.
—¿Me puedo marchar?
—Por supuesto. Al menos que tenga algo qué decirme.
—No, señor.
Charles dio unos pasos.
—Y por cierto, dígale a la Legión de la Serpiente que estoy sobre ellos.

Charles se dirigió a los dormitorios muy confundido. Ni siquiera se enteró cómo hizo para llegar a su recamara. Cuando menos supo estaba frente a la puerta. Pero es que había algo que le molestaba. Swenth le había asegurado que Frederick era el único que escribía las pruebas de honor. Pero los recados habían sido escritos por personas distintas con una caligrafía muy contrastante. ¿Es que acaso alguien además de Frederick le estaba jugando una broma? Tenía que comentárselo a Swenth. Él seguramente podría resolver el misterio.  





jueves, 14 de junio de 2012

I El intruso


I
El Intruso


En la mansión Chifflet el reloj dejó de dar la hora a la medianoche, justamente. Las manecillas de plata se detuvieron en el doce romano con un agudo chasquido mientras la campanilla expiraba su última tonada.  Un minuto más tarde, un gato azul que paseaba por el tejado del ático, alzó los brillantes ojos a la luna y lanzó un plañidero maullido. Era un augurio. No se necesitaba ser muy ducho en la magia para entender que extraños acontecimientos iban a ocurrir.
Al amanecer todo mundo se quejó por llegar tarde a sus tareas y todo mundo lanzó improperios al descompuesto aparato , Madame Chifflet no estuvo a tiempo para recoger el pedido de lavanda y seda oriental, Vladimir tuvo que ir a pie a la plaza y Charles sencillamente durmió de más. Pero nadie en la casa hizo el menor esfuerzo por repararlo.

En la mañana la primer cosa extraña que notó Charles cuando bajó a desayunar fue que el antiguo espejo del comedor había permanecido descubierto. En la mansión Chifflet estaba determinadamente prohibido verse en los espejos, sobre todo si se trataba del espejo del comedor. Fue por eso que Charles decidió cubrirlo y cuando lo hizo se enteró que éste era especial.
Resulta que Charles vio su reflejo. Un chico de ojos verdes,  pelirrojo y pecoso como un huevo de codorniz, pero además Charles vio otra persona más en el espejo. Una mujer pálida con vestido y sombrero negro. Sólo la vio unos segundos porque, desapareció en el momento que ella entraba a una puerta. Después el espejo volvió a la normalidad y Charles tuvo la extraña sensación de que alguien lo veía a través de él.  Pero podía tratarse también de aquel cosquilleo que le recorría el cuerpo durante la última semana.
El resto del día Charles se dedicó a contar los caracoles recogidos del río. Tenía seiscientos nueve. Nueve más de la cuenta. Brillantes y oreados con el alba tal como los necesitaba. Se los guardó en los bolsillos con precaución, ya llegaría la hora de utilizarlos.
En la tarde, a la hora del té, Madame Chifflet se sorprendió de la cantidad de gatos que merodeaban el patio. Charles se asomó y se enteró que eran doce enormes y gordos gatos, más grandes y vistosos que su Dmitri. Atribuyó su visita al hecho de que el número de ratones en el sótano se había duplicado en el último mes. A las siete Madame Chifflet sintió hambre por lo que el pudin se sirvió antes de la hora, y para las nueve todos habían olvidado el asunto de los gatos.  Y como todos los días, a las nueve los Hopkins jugaron cricket en el salón grande, madame Chifflet comenzó a  perder desde un principio y con enfado decidió que hacía mucho frío y era preferible retirarse a dormir.

A  medianoche Charles se revolvió en la cama, sentía calor en los pies, y por más que lo intentaba no podía dormir. Así que abrió la puerta de su dormitorio y a hurtadillas se dirigió a la biblioteca; una vez dentro se apoderó de los dos últimos volúmenes restantes por leer del enorme acervo de la finca Chifflet, y los colocó en el escritorio.  Llevaba ocho años haciendo lo mismo, intentando averiguar algo sobre sus padres, y hasta el momento su esfuerzo no producía resultados.
–Te abandonaron, querido. Esa es la verdad. –dijo la tía Chifflet, con cierta dureza, durante la cena, una noche, evitando atragantarse con el pudín. –Ahora: jamás vuelvas a preguntarme sobre ellos.
La mirada que madame Chifflet le dedicó puso muy en claro que era peligroso volver a intentarlo. Aun así comenzó a preguntar a cuanta persona podía: a la anciana curandera que con almizcle y hierbas le curaba los catarros en invierno, al sastre de su tía que llevaba telas de damasco y muselina todos los domingos y se pinchaba inevitablemente  de apenas ver a  Charles aproximársele, al cocinero cuya respuesta era siempre una letanía de palabrotas y hasta a los indigentes que pasaban pidiendo pan y se largaban maldiciendo por lo bajo en extinguidas lenguas eslavas.
Fue así como su tía  decidió no mandarlo al colegio nunca, contrato a una anciana maestra para que le impartiera clases y lo amenazó con mandarlo a La Academia Liber Ride  para que le cortaran la lengua si intentaba averiguar nuevamente. La  vieja Anee, la maestra  contó a Charles acerca de aquella academia. –Es terrible–comenzó a explicarle con un ligero temblor en el labio inferior. –aplican  castigos atroces, conocí a un chico a quien colgaron de los pies en un árbol, y no lo bajaron sino al séptimo día, casi moribundo. Jamás volvió a hablar.  Yo diría que le espantaron el alma.
Charles se aterró tanto al preguntarse cómo habría hecho aquel chico estando de cabeza para tragar saliva y no ahogarse que decidió ser más discreto en la ejecución de su propósito. Por que además asumía que debía ser terrible que le espantaran el alma.

Madame Chifflet contaba con una generosa colección de libros y manuscritos en su despacho, a los que trataba con sumo cuidado, como si se trataran de seres vivientes, en realidad la tenían obsesionada: los limpiaba, decoraba, encuadernaba una y otra vez y su peor pesadilla era que alguien se atreviera a tocarlos sin su autorización.
Fue por eso que Charles se las ingenió para husmearlos de noche cuando todos dormían, sólo era cuestión de que Vladimir apagara los candiles, se fuera a la cama y los ruidos desaparecieran, entonces él caminando descalzo cruzaba los pasillos precavidamente, iba escaleras arriba, buscaba las llaves en el saco del mayordomo y lo demás era tarea resuelta.
Pero aquella noche las cosas andaban mal desde un principio. Desde el amanecer incluso. Recordó el reloj descompuesto. Un mal presentimiento lo embotelló en cuanto oyó  el rugido del viento que afuera se ensañaba con los árboles.
Después al salir de su habitación percibió un olor muy extraño, uno ajeno a la casa, no era el olor de las viejas y desgastadas alfombras, ni el de flores de azahar que su tía se encargaba de regar por todas partes, era uno muy peculiar; como a fruta podrida.
Caminó por el pasillo con más problema de lo habitual ya que un ejército de nubes nadaba por el oscuro cielo. En contra de eso fue colocando los caracoles, uno por uno, en el piso formando una larga y recta fila. Dmitri, su gato azul,  saltó sobre sus pies con el pelo del lomo erizado encorvándose y maullando ruidosamente. Lucía muy inquieto. –Espera–se quejó Charles –o nos descubrirán.
Dmitri llevaba los últimos tres días más huraño y nervioso de lo acostumbrado. Corriendo por toda la casa, arañando las paredes y la alfombra, como si esperase encontrar en ellas un manjar de ratones. Debía ser un gnomo. Charles había leído que los gnomos ponían nerviosos a los gatos. Por eso Charles comprendía que el gato estuviera algo maniático. –Si te portas bien, esto acabará para mañana. Sólo déjame trabajar. Luego él se irá. ¿De acuerdo? –agregó acariciándole las orejas.
Una vez con las llaves en mano y frente a la biblioteca detectó otra anormalidad. La última, y quizá la más extraña de todas. Electricidad. Tenía electricidad en todo el cuerpo. Era como si un halo de energía lo tuviera envuelto. Al tocar cualquier cosa saltaban  chispas azules. Incluso dentro de él aquel cosquilleo,  parecía intensificarse y recorrer todo su interior, proporcionándole un insoportable calor. Respiró muy hondo y terminó convenciéndose que eran sólo sus nervios.
A la una Charles ya estaba adentro, con el corazón dándole saltos y con los pergaminos extendidos frente a sus ojos. Había esperado tanto aquel momento, que la idea de que alguno de aquellos dos pergaminos contuviera información referente a sus padres le hacía marearse.
Comenzó a leer tan rápido como pudo y al mismo tiempo cuidadoso de no saltarse ni una palabra. Afuera Dmitri maulló con fastidio.
Leyó cuatro, cinco, diez párrafos, las nubes ocultaron la precaria luz y Charles respiró hondo. El documento no era más que un aburrido tratado botánico elaborado por Fiodor, un monje.
Un rayó cruzó el cielo y estalló como un balazo. Charles se apresuró en cuanto la plateada luz de la luna volvió a colarse por la ventana, en cualquier momento la tormenta se desataría y sería imposible seguir leyendo. Cogió el otro pergamino. El tiempo empeoraba, el rugido del viento y los maullidos de desesperación de Dmitri lo estaba poniendo nervioso, después de un rato, se acomodó en el sillón soplándose con enfado el cabello que le caía sobre los ojos, definitivamente había trabajado en vano, aquel pergamino no decía otra cosa que no fueran las donaciones que una presumida familia Vasilievich había hecho a un rico terrateniente francés. Charles se extrañó. ¿Qué clase de personas donaban tierras a un individuo a quien le sobraban? En fin aquello era intrascendente, aburrido y sobre todo decepcionante. Con enfado cruzó los brazos con las manos entrelazadas detrás de su nuca observando la bóveda celeste. ¿De quién era hijo? ¡A quién le importaba! No era más que un chico solitario, sin amigos, alguien a quien todos evitaban, después de todo hasta sus padres lo habían abandonado. Con amarga resignación jugueteó con las llaves en sus dedos, observando cómo las cosas parecían cobrar vida: el aire se arremolinaba afuera lanzando piedritas contra los cristales, el reloj de arena sobre el escritorio se vaciaba lento pero constante,  las sombras se largaban a cada minuto… y ¡de pronto se le ocurrió! La idea saltó como una pulga a su cabeza.  ¿Cómo no lo había pensado antes? Si su tía los mantenía en secreto y con seguro era porque debían ser más importantes que el resto. Introdujo la llave más larga al cerrojo, dio dos vueltas y el cajón cedió al instante. Con impaciencia esperó que una descomunal nube descubriera la luna y en cuanto la luz empapó los escritos enfocó la vista a uno de ellos.  Era la letra redonda y enorme de Madame Chifflet. Charles se sorprendió del parecido que guardaban.

Diciembre 1555, Nóvgorod
Querida Agatha:
Escribo esto en la oscuridad de mi cuarto, con un vela tiritando débilmente sobre mi mesa y con los nervios que no me dejan coordinar las ideas claramente: pero todo ha sucedido tan rápido y de una manera tan extraña que a no ser porque en la mano izquierda una herida me escose y sangra  manchando este pergamino… (Charles reparó en unas manchas parduzcas en el escrito)… creería que es una pesadilla.
Bien, lo escrito hasta ahora es fútil e irrelevante, después tendré tiempo de contártelo todo con detalle, pero aquí van unos acontecimientos, los que nos importan después de todo.
Hoy ya muy entrada la noche oí los gritos de los que anteriormente te he hablado: helados y desgarradores como un cuchillo, salí para enterarme qué sucedía y encontré a Piotr y a ella sobre el caballo bajando por el camino, se detuvieron al verme apenas cruzamos unas palabras, llevaban prisa, él estaba fuera de control, lo percibí en su rostro, en ella no me fijé; los vi desaparecer  cuando se internaban en el bosque, jamás creí que fuera la última vez que nos veríamos. ¡Agatha! Cuando estaba dando la vuelta para regresar a casa divisé a alguien que bajaba de la montaña agitando un pañuelo blanco en la oscuridad que le fue arrebatado por el aire, a medida que se acercó a mí me enteré que se trataba de la sirvienta de los Vaslievich: tenía el rostro desfigurado por una fuerte emoción, apenas podía aspirar aire y le convulsionaban los brazos donde llevaba un pequeño bulto.
El color del rostro le iba desapareciendo junto con la voz, con la que apenas confesó:
– ¡Ellos han asesinado a todos! Los Noctis han asaltado la mansión.
Debo confesar que yo también me quedé sin habla. – ¿Cómo dices?

Pero eso no es todo Madame-, agregó ahogándose en llanto –a él lo han abandonado, lo dejaron a mitad del camino.
Y allí estaba Charles  (porque ya lo he nombrado), el bastardo abandonado por sus padres criminales, recogido por la sirvienta y ahora siendo entregado a mí… su tía…
El pergamino le resbaló por los dedos al mismo tiempo que el corazón le latía con tanta fuerza que podía oírlo como el croar de un sapo.
Madame Chifflet tenía razón, siempre la había tenido. ¡Sus padres lo habían abandonado! Y además habían matado a una familia antes de fugarse. Un zumbido espantoso acudió a sus oídos, era como si el corazón se le hubiera subido a la cabeza y a amenazara con estallarle. Estaba arrepentido, enojado… aquellos no podrían ser sus padres, no podían y si lo eran deseaba no haberlo averiguado nunca… pero quizá había leído mal, sí, había sido eso, lo estaba mal interpretando todo, debía leerlo nuevamente, se inclinó para tomar  el escrito que yacía al lado de sus pies. Entonces se quedó paralizado en cuanto oyó el sonido. Apenas pudo incorporarse, al otro extremo de la sala había percibido el suave pero audible sonido de una prenda rozar contra la alfombra, era como si alguien más estuviera allí dentro, frente a la ventana. Esforzó la vista, pero la oscuridad era impenetrable.
– ¿Dmitri? –habló.
No hubo respuesta, por alguna extraña razón todo parecía guardar silencio, como expectante. Ya no se oía el rugido del viento, ni el sonido de la arena del reloj al caer el paso de las horas, ni siquiera a Dmitri  arañando la puerta.
Lo que sucedió después no lo entendió. Era como si de pronto las cosas hubieran adquirido vida, por un maleficio secreto. Un crujido aturdidor explotó sobre su cabeza al tiempo que un temblor sacudía los cristales de las ventanas, y candiles, a las estatuillas y hasta el piso que se partió bajo sus pies.
Con un movimiento instintivo, se protegió con las manos y se levantó de un salto ¡lo había visto! ¡Allí estaba! Una alta y oscura figura, con sombrero y capa se perfiló ante la cegadora luz de un rayó que partió el cielo, y el intruso caminaba hacia él.
Echó a correr tropezando de inmediato con un estante. Se golpeó la rodilla y el dolor lo dobló jalándolo al suelo. Charles se arrastró por el suelo y se incorporó con la ayuda de una silla. Detrás de él, el intruso dijo algo. O al menos eso le pareció. Eran unas palabras extrañas, que jamás había escuchado, pero que le enchinaron la piel de la nuca.
Tse no mi qua cëth…
La oscuridad era tan profunda, que parecía imposible abrirse camino. Aún así avanzó en medio de una nube de polvo, de libreros y estatuas que caían uno tras otro y bajo una lluvia de encuadernados que golpeaban como piedras,
Resilitzi ther pöe
¿Dónde estaba el intruso? No lo sabía. Únicamente sentía aquel pestilente olor a fruta podrida concentrarse con intensidad. Llegó a la puerta con la mitad del cuerpo lastimado pero ésta se abrió con violencia antes que él se acercará.
En el umbral apareció un cuerpo grande, tan ancho que abarcaba toda el área dificultando la huida. Charles sintió las piernas hacérsele gelatina. Madame Chifflet era aquella persona.
– ¡Charles! – exclamó con un dejo que expresaba enojo y susto al mismo tiempo. Llevaba una vela en la mano izquierda, que iluminó el recinto de inmediato.
Tía Chifflet entró a la biblioteca. Con rostro desencajado observó su rededor y enverdeció hasta adquirir el tono de una espinaca. Con las manos temblándole de furia colocó el candelabro en una repisa estable mientras sus pequeños ojos se abrían amenazando con salir disparados de sus orbitas.
Era impresionante el caos que reinaba, los libreros volcados, las estatuas hechas añicos, era como si una borrasca se hubiera introducido por la ventana y ocasionado todo el desastre.
–Mis pertenencias… ¿qué hiciste… qué sucedió? –chilló escrutando el escritorio volcado y sus pergaminos expuestos a la luz. – Mis cosas… ¿desde cuándo… qué has leído? –dijo volviéndose a Charles que lucía más pecoso que nunca, con una palidez mortal.
–Na… da
–Sí, sí has leído.
Se lanzó contra el chico, era el motivo por el cual Charles estaba aprisionado contra la pared con un par de manos que veía doble a punto de morir asfixiado.
– ¡Atrevido! –gritó ella. Apretándole el cuello con todas su fuerzas. – ¡Ingrato! –la habitación giraba a toda velocidad, era como estar en medio de un torbellino.
– ¡suéltelo madame! –intervino el cocinero. – ¡se está haciendo daño!
Charles sentía que su tía le arrancaría la cabeza en cualquier momento, no podía más, se estaba ahogando.
–Mis archivos secretos. ¿Los leíste verdad?
Charles comprendió que sólo tenía dos opciones, negarse, no podía escapar, el problema era que le faltaba oxígeno a su cerebro, podía sentirlo, por más que se esforzaba por analizar las ventajas y desventajas que conllevaban  ambas no lograba resolver nada; sí lo aceptaba ella terminaría matándolo, y si se negaba podría pasarse la noche entera clavándole los dedos en el cuello torturándolo, en ambas saldría perdiendo. No había gran diferencia.
–Sí–escupió–.Leí lo de mis padres.
Al instante las manos se volvieron flácidas y los dedos le soltaron el cuello, como una maquina a la cual se le acaba el combustible abruptamente.
– ¿QUÉ? Dime que no Charles. –el rostro  de madame Chifflet se desfiguró ante la mirada del chico. Sus ojos quedaron inyectados en sangre y su roja nariz se volvió blanca. – ¡Un asiento, por favor un asiento! –chilló como si fuera ahora a ella a la que ahorcaban. Le faltaba aire.
Charles a quien le dolía el cuello y veía las cosas girar se las arregló para alcanzar una silla aplastada por un estante, ahora despejado de sus habituales estatuillas.
La mujer apenas tuvo tiempo para sentarse.
– ¡Lo sabes! –Dijo abriendo mucho las aletas de la nariz para atrapar aire. – ¡Lo has hecho! Quedamos en que no lo harías. –añadió llevándose las manos al pecho y gimiendo como si estuviera a punto de morir de un ataque al corazón.
Charles no supo si acercarse o mantenerse alejado a una razonable distancia.
–Madame– se lamentó el cocinero preocupado. –No debe ponerse así. Le traeré una taza de té.
 Ella negó con la cabeza. – ¡No quiero nada! ¡Dame permiso, quiero ver al muchacho!
Vladimir se alejó de su ama, fulminando con odio al pelirrojo.
– ¡Lo hiciste! –dijo ella con voz apagada. – ¡Acércate! Querido quiero hablar contigo.
Charles sintió miedo, percibía el repentino cambio de humor en su tía, sus susurros y palabras suaves presagiaban un peligro peor que cuando gritaba, además en sus azules ojillos había un brillo extraño como si llevara cuatro copas de vodka encima. – ¡Hazlo querido! No te haré daño.
Charles permaneció inmóvil, sus manos quedaron heladas y los pies le pesaban  como barras de plomo. Estaba en peligro, no cabía duda. Quiso explicarle que él solo leía cuando de pronto un trueno estalló sobre su cabeza, seguido por un temblor que lo sacudió todo, que alguien había aparecido frente a la ventana y las cosas como revelándose habían salido disparadas de sus lugares. Lo habría dicho a no ser porque algo duro y frío como una piedra apreció en su garganta.
– ¿Recuerdas lo que dijiste hace unos años? –continuó al ver estático al muchacho. –Cuando me preguntaste sobre tus padres. Desobedeciste Charles. No debiste seguir buscando sobre ellos.
–Pero – titubeó Charles –…son mi padres, tengo derecho a saber quiénes fueron.
Madame Chifflet lo observó irritada. Abrió la boca y dejó escapar un gemido. La cerró. Luego buscó las palabras con cuidado.
– ¡Bien! –habló tras un prolongado silencio. –después de todo, lo que hayas leído de nada te servirá; no podrás contárselo a nadie, querido. – agregó con una sonrisa asomando por sus labios. –lo que sucede es que te mandaré a la academia Liber Ride a que te corten la lengua.
Charles jamás imaginó que las cosas terminarían de aquella manera. Bajó a hacer la maleta mientras su tía elaboraba una extensa carta al director de la Academia y se preguntó si en realidad le cortarían la lengua. Con su tía nunca se sabía.
Tiritaba. Estaba seguro que no era el frío, más bien se trataba de la impresión, pero afuera el viento arreciaba rugiendo enfurecido. Dmitri saltó a su maleta y maullando lo contempló muy ofendido, con sus ojos verdes como lámparas.
– ¡Claro! –dijo Charles. – ¡estás enojado porque no cumplí con mi promesa! –El gato maulló enojado. –pero tendrás que conformarte con los ratones que hay en casa. En la biblioteca he visto un par.
El felino bajó y salió disparado.
Charles resignado cogió su maleta.
– ¡date prisa muchacho! –gritó Tía Chifflet.
Cuando llegó a la sala la encontró fumando un puro y sentada en su enorme sillón que rechinaba peligrosamente cada que se movía. Sobre el hombro llevaba su odiosa urraca, Figgy, quien reemplazaba a la difunta Maggy ahora en la mesilla fuera de la biblioteca.
–¡Vaya! –dijo la mujer lanzándole un mirada aborrecedora. Luego dio un pedazo de pan a Figgy, que paseaba por la alfombra.
A Charles le resultó extraña aquella escena. Su tía jamás las dejaba libres porque Dmitri se empeñaba a tenerlas entre sus garras. Observó la jaula y casi se desmaya.
–¿Por qué lo has hecho? –gritó enrojeciendo.
–¡está castigado! –respondió Chifflet con soltura. –lo he pillado mientras intentaba entrar a la biblioteca, además no es justo que figgy tenga que permanecer encerrada solo por tu mugroso gato. ¡Será al revés!
–Lo llevaré conmigo.
–¿Estás loco? En la academia no aceptan mascotas, querido.
Se le hicieron agua los verdes ojos, a Charles.
– ¡Vamos! –exclamó Tía Chifflet. –no estarás asustado. ¿Verdad? Que te corten la lengua no es tan doloroso como te imaginas ¿o sí? Pediría que me lo dijeras, pero te será imposible.
–¡No estoy asustado! –dijo Charles con un tono nada convincente.
Madame Chifflet resopló irritada.
–¡Largo! Yo cuidaré a Dmitri, te mandaré correspondencia de su estado cada mes. Aunque ¿sabes algo? –dijo sonriendo– no creo que dure mucho, ya es un poco viejo.